La diversión, inventar juegos
Ireneo Iglesias y Cesáreo Calvo repasan aquellos juegos de antaño con los que se entretenían los niños del pueblo
LEONOR RAMOS | PALENCIA.
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Ireneo Iglesias, a la izquierda, y Cesáreo Calvo, a las puertas del Ayuntamiento de Castrillo de Don Juan. :: LEONOR RAMOS |
Los niños de hoy en día ya no se entretienen con cualquier juego, y eso que existen cantidad de ellos, a cada cual más entretenido. Pero antaño, con una simple piedra o un cartón de una caja de cerillas, podían pasarse horas y horas jugando en la plaza del pueblo. Está claro que la sociedad ha cambiado y que los juegos de antes en nada se parecen a los ahora. En Castrillo de Don Juan, había un juego para cada época del año. Ireneo Iglesias, de 83 años, y Cesáreo Calvo, de 79, recuerdan toda su infancia jugando en la calle con lo primero que encontraban.
Su niñez fue complicada porque había que ayudar a los padres en el campo y porque estalló la Guerra Civil, pero siempre había un hueco para disfrutar con los amigos en la calle y para ir a la escuela. «Yo he tenido hasta ocho maestros, porque se marchaban a la guerra y tenía que venir gente nueva para enseñarnos, y muchos de ellos no eran maestros, pero sabían como enseñarnos», recuerda Ireneo. «Había necesidades, pero estábamos tan acostumbrados a ellas que éramos hasta felices», comenta reposadamente Cesáreo.
Recuerdan aquellos años en los que se podían reunir en la plaza del pueblo más de cien niños para inventar juegos. «Hemos inventado más de cincuenta juegos, y éramos muy felices jugando, porque no conocíamos otra cosa», apunta Cesáreo. Jugaban a los cartones, y «por una 'perra' de las de entonces te daban cincuenta cartones, así que los chavales buscábamos como locos las cajas de cerillas para luego cambiarlas», explican.
Después del verano, y ya con la entrada del otoño, jugaban a la peonza, a la tarusa -parecida a la tanga-, al linque, al marro, a la santa paloma… «Al fútbol no jugamos mucho, porque por aquellos años no teníamos pelota. Hasta que vino un cura y nos regaló una», dice. Con cualquier cosa se entretenían, hasta con cajas de zapatos que convertían en carros, los unían con cuerdas y los llenaban de arena. «Como no había más que carros en el pueblo, pues nosotros jugábamos a eso, para transportar la arena», explica Cesáreo.
En la primavera se entretenían en coger y buscar nidos y en decir después qué nidos habían cogido. «Por ejemplo, el nido del ruiseñor de siete colores, el carbonerillo -era algo más oscuro-, el de las urracas… y muchas veces cogíamos los huevos y nos los comíamos después», comentan entre risas. Durante el verano venía el problema porque lo de jugar lo tenían que dejar a un lado. «Ya con seis años nos tocaba llevar con un macho, un burro, o lo que fuese, el almuerzo a la gente que estaba trabajando en la dehesa, ubicada a unos 12 kilómetros del pueblo», asegura Cesáreo.
Perdidos en el campo
Ponían indicaciones para no perderse por el camino, porque no lo conocían, pero en más de una ocasión los mayores del pueblo iban antes y, claro, los niños se perdían. «Yo cuando lo hacía iba buscando las indicaciones, pero como no las encontraba porque me las habían quitado, pues me perdía por el campo», dice Ireneo ahora riéndose.
Disfrutaron en su infancia y también en su juventud, y eso que les quitaron el baile. «Vino un cura en 1940, más o menos, y como nos metió tanto en la religión, decía que el baile era malo, así que cerró el que teníamos en Castrillo, y eso lo notamos mucho», apunta Cesáreo. Y ¿entonces que hacían los jóvenes? Se iban a las bodegas a merendar. «Subíamos a las bodegas y los que tenían novia, pues se bajaban a verlas a la casa en la que se reunían y luego se volvían a subir», cuenta Cesáreo. Han jugado mucho, se lo han pasado en grande en las bodegas, han trabajado más, y también han bailado en las fiestas del pueblo, ya que, aunque caían en invierno, se quedaban bailando hasta que volvían a casa. A los dos se les ilumina la cara recordando aquellos años y ahora miran con tristeza la forma que tienen los jóvenes para divertirse.
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