De cháchara con don Jorge
La importancia histórica de Paredes de Nava permite admirar un interesante patrimonio
GONZALO ALCALDE CRESPO | PAREDES DE NAVA
Cuando llego a Paredes de Nava, la canícula de estos primeros bochornos hace que ante el objetivo de la máquina, las cuatro torres que dominan el casar de la villa bailen y se mezan en el horizonte, tanto como las cebadas y trigales que en sazón la rodean. Buscando la protectora sombra, me voy hasta la plaza de España, y allí me encuentro con un viejo poeta que lleva muchos años bronceándose al sol mientras toma notas.
Por la hora que es -para unos, la de comer y para otros, la de haber comido-, en el diáfano y bien urbanizado espacio de esta plaza, sólo estamos los dos. Me siento a su lado, y mientras me fumo un cigarro, charlo con él, pues no dejaremos de ser del oficio.
Jorge es su nombre y de apellido Manrique -de los Manrique de toda la vida de Paredes-, poderosa estirpe de magnates terracampinos. Algunos de ellos llegaron a ostentar el título de Conde de Paredes y de esa estirpe formó parte el gran maestre de la Orden de Santiago, don Rodrigo Manrique de Lara, progenitor de mi interlocutor. Como su padre, sería afamado guerrero y reconocido poeta, sobre todo por bien glosar la vida del mencionado Maestre ('Coplas a la muerte de mi padre') y otras trovas.
Pero don Jorge -aunque él me dice que le tutee- me pide que no hablemos de él, que ya se ha dicho mucho y no todo cierto, sino que más bien hablemos de su pueblo. Me asegura que puede contarme muchas cosas, pues como lleva ya muchos años sentado allí, de algo se entera de lo que pasa por la villa. Además, como es una figura eterna, hace suyas porque lo son estas palabras, que también yo aprovecho para hacer mías: «Ni miento ni me arrepiento, /ni digo ni me desdigo, /ni estoy triste ni contento, /ni reclamo ni consiento...»
Me asegura que quiere a su villa de nacimiento, y eso que es un pueblo inquieto y algunas veces hasta desazonado, pues ya en un documento del monasterio de Sahagún de finales del siglo XI se decía: «in Paretes terras multas et bonas». Y así ha sido, ya que desde tiempos históricos, Paredes de Nava es una villa primordialmente agrícola, aunque tuvo su importancia política, económica y cultural. De ella, fueron señores los Lara, Castro, Haro, Ansúrez o los Caballeros de Calatrava, y donde además hubo una importante judería.
Debido en gran medida a esa histórica importancia política y económica, todavía hoy podemos admirar dentro de su casco urbano unas interesantes muestras de monumentalidad y patrimonio artístico. Me dice el viejo poeta que no deje de visitar la iglesia parroquial de San Eulalia que tiene a su espalda, así como el museo que alberga, que dicen los entendidos que es de lo mejor que hay por esta tierra.
Su monumental fábrica destaca sobre el casco urbano paredeño, y muy especialmente la original torre de su campanario, en la que pueden verse representados tres clásicos estilos arquitectónicos: románico, gótico y mudéjar.
El templo, en su interior y entre otras importantes obras de arte, acoge el retablo del altar mayor, obra de Inocencio Berruguete y de su cuñado Esteban Jordán, para el que se aprovecharon las tablas de los Reyes del Antiguo Testamento, pintadas años antes por Pedro Berruguete, otro paredeño ilustre que promete el viejo poeta presentármelo otro día.
Pero también me dice que en Paredes existen otros buenos ejemplos monumentales, como por ejemplo, la iglesia de Santa María, con su retablo plateresco de Manuel Salcedo. Las de San Juan Bautista y San Martín, de los siglos XV y XVI; el convento de Santa Brígida, con sus tres afamados retablos, y las ermitas de la Vera Cruz o del Cristo del Palacio, la de Nuestra Señora del Carmen del Cerezo y la de la Virgen de Carejas, cuya imagen ha sido recientemente coronada, pues además es la patrona de la villa.
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