Los fréjoles pintos
Villaluenga de la Vega es un vergel por el que discurren multitud de acequias y cursos de agua
GONZALO ALCALDE CRESPO
Si se fijan un poco en el nombre de este pueblo que vamos a visitar, verán que les llevo a ver la villa más larga o luenga de las muchas que formaron parte de la comunidad de Villa y Tierra de Saldaña. Con ella, comparten término municipal otras tres poblaciones más: Barrios de la Vega, Quintanadíez de la Vega y Santa Olaja de la Vega.
Su nombre no es caprichoso, pues la disposición de su casco urbano todavía hoy nos lo demuestra, habiendo surgido a ambos lados del antiguo camino que a través de ella discurría, y que venía del vado natural que existía en las proximidades del desaparecido y antiguo monasterio medieval de Valcabado.
Esta zona de la vega saldañesa es todo un vergel. Por allí discurren mil acequias y cursos de agua, que nacen de la arteria principal que vivifica esta tierra -el río Carrión-, repartiendo vida entre tierras de labor, huertos y plantaciones de chopos, y conformando un atractivo paisaje de ricas campiñas y bosquetes de ribera.
Nada más entrar en Villaluenga, veo que el municipio, gracias a los fondos del Plan E, se ha metido a pavimentar la plaza del Ayuntamiento y varias calles más de sus pedanías. Por ver si es verdad, me voy a dar una vuelta por algunas y en el transitar me encuentro con Tina Herrero y Simplicio Calleja, matrimonio y vecinos de toda la vida de Villaluenga. Están desjerugando sobre el pavimento de la calle su cosecha de fréjoles pintos, uno de los productos gastronómico bandera de las huertas de Villaluenga, que algunos identifican como alubias de Saldaña. Pero, como me dice Simplicio, «ponga usted, que son de Villaluenga, pues son las mejores».
Tina y Simplicio me informan de que todos los años recogen entre quinientos y seiscientos kilos de esta mantecosa y afamada alubia pinta, y que la venden a clientes fijos que se las quitan de las manos, ya que conocen su calidad y sobre todo, saben que están cultivadas de forma natural y con mucho cariño y esmero. «Este marido mío no tiene ninguna necesidad de hacerlo, pero es que disfruta cultivándolas», dice Tina.
Y eso que puedo asegurarles que dan labor, pues hay que regarlas a menudo, y sólo limpiarlas de la vaina o jeruga (desjerugar) -que es lo que estaba haciendo este entrañable matrimonio cuando les he conocido- supone un entretenimiento y un trabajo añadido a su cultivo.
Me despido de Tina y Simplicio y me voy a visitar la iglesia parroquial de Villaluenga, que es toda de ladrillo y se adorna con torre de dos cuerpos y portada de arco de medio punto con pórtico de ingreso. Su planta tan sólo es de una nave, estando cubierta con artesonado moderno y teniendo cúpula rebajada sobre pechinas en la zona del presbiterio. Dentro de la iglesia, sobresalen varios retablos, destacando el mayor, del siglo XVI, la sillería del coro (del XVII), y el artesonado y cajonería de la sacristía, que datan de la misma época.
Las de Barrios de la Vega y Santa Olaja responden a los métodos constructivos tradicionales de la tierra, y están construidas en ladrillo con torre a los pies. No ocurre lo mismo con la del Salvador de Quintanadíez de la Vega, cuyo edificio sacro se construyó a mediados del siglo XVI y su torre a finales. La planta de la iglesia es de una sola y espaciosa nave con crucero, cubriéndose con bóveda de cañón con lunetos. Dentro de ella, destacan sus retablos colaterales del siglo XVII y el mayor de la misma época, todos ellos con pinturas sobre lienzo.
Asimismo, y a ambos lados del altar mayor, podemos admirar los dos sepulcros con estatuas orantes de dos altas dignidades eclesiásticas nacidas en esta villa: el que fuera Arzobispo de Zaragoza en el siglo XVII Andrés Santos, y el del obispo Miguel Santos, su sobrino.
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