Obediencia, trabajo y sacrificio
Santiago Abad y Consuelo Pérez han regentado hasta su jubilación la carnicería, que ella heredó de su padre
LEONOR RAMOS | PALENCIA.
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Consuelo Pérez y Santiago Abad, en el centro, e Irene Pérez, segunda por la derecha, con otros vecinos de Villovieco. :: LEONOR RAMOS |
«Disculpa si he sido pesado y te he contado muchas cosas», me dice con tristeza y con los ojos llorosos Santiago Abad, de 89 años, cuando terminamos de charlar en Villovieco. Más de una hora de entrevista en la que Santiago; su mujer, Consuelo Pérez; e Irene Pérez, Manuela Sáez, María Jesús Garrachón y Máximo Garrachón me cuentan con todo detalle cómo fue su infancia y cómo recuerdan ellos a su pueblo. Pero no se me ha hecho largo y he pasado un momento de lo más agradable, sobre todo, y que me disculpen todos los demás, por la alegría y la forma de ser de Santiago.
Empieza la conversación con los recuerdos de su infancia. Todos la recuerdan con mucho cariño y no se olvidan de sus años en la escuela. «Si hacías algo malo o desobedecías, te tocaba poner las manos y ya sabías que era lo que te tocaba, aunque muchas veces de la impresión las quitabas», recuerda Consuelo entre risas, quien me cuenta que cuando un alumno se portaba mal, el maestro le castigaba sin ir a comer. «Muchas veces tocaba quedarse en la escuela sin comer hasta que llegaban por la tarde los demás», explica Santiago. Los padres entonces no les echaban de menos porque ya se imaginaban que estaban castigados en la escuela.
Las chicas cosían muñecas de trapo para jugar, y saben qué las ponían de pelo: pues los pelos de las mazorcas. «Cogíamos esos pelillos y se los poníamos en la cabeza para que fuese su pelo, y luego los ojos los cosíamos con hilo negro», señala Irene. Y entre risas, destaca Santiago lo mucho que han evolucionado las mujeres. «¡Por la Virgen del Pilar!, el poder que tienen ahora las mujeres, y los hombres nos hemos quedado igual», exclama Santiago. «Las mujeres ya han cogido un poco de vuelo y no hay quien las pare», agrega.
Cuando Santiago era un niño de siete años, se iba al campo a echar una mano para escardar, e incluso para vendimiar, y con 14 años comenzó a trabajar con su padre en la cacharrería vendiendo con el carro por los pueblos de la zona. «Vendíamos pucheros, cazuelas, sartenes y todo aquello que las mujeres necesitasen», cuenta. Podían pasarse hasta tres días fuera de casa, durmiendo en las posadas que había entonces hasta que el género se acababa y volvían para reponer.
Un cambio radical
Sin embargo, la vida de las hermanas Irene y Consuelo cambió cuando eran unas niñas debido a la muerte de su padre, ya que su familia pasó de tener una muy buena posición económica y social a ser una de las más necesitadas de Villovieco. «Hemos trabajado mucho para intentar ayudar a mi madre, que se quedó viuda muy joven. La vida nos cambió cuando mi padre falleció atropellado por un coche mientras iba andando conmigo por la carretera», recuerda con tristeza Consuelo, quien siempre ha trabajado en la carnicería de sus padres. A Irene, que tenía año y medio cuando falleció su padre, la mandaron a vivir con sus abuelos para tener que alimentar así a un hijo menos.
Cuando Consuelo y Santiago se casaron se quedaron con la carnicería, un negocio que han regentado hasta que se han jubilado. «Dejé el trabajo en la cacharrería porque me gustó más el oficio de mi mujer, la carnicería, así que me casé y me cambié de trabajo, lo que me obligó a aprender todo desde el principio», explica Santiago. Consuelo se encargaba al principio de matar a los animales, hasta que él aprendió y se convirtió en unos de los principales matarifes de Villovieco, lo que significa que por las manos de Santiago han pasado miles de cerdos.
Y como entonces había poco dinero, pasaron la juventud con penuria, aunque no les faltó la diversión. «Si tenías unos zapatos, te quedabas sin vestido, y al revés, así que para ir a una fiesta te las tenías que ingeniar cómo podías para saber qué ponerte el día del baile», asegura Consuelo. Tras mucho sacrificio y trabajo han conseguido llevar una vida digna. Y si tienen zapatos, también tienen vestido, y viceversa, para poder ir a la fiesta de Villovieco.
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