Sembrando una gran familia
Araceli Izquierdo, de 77 años, crió a nueve hijos, trabajó en el campo y se encargó de las labores de casa
LEONOR RAMOS
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Araceli Izquierdo, junto a su marido, Jesus Fuente, a la entrada de su casa. :: LEONOR RAMOS
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Ahora da la sensación de que no hay tiempo para nada, o por lo menos eso es lo que siempre pensamos cuando estamos agobiados. Hace años, sin embargo, daba tiempo para hacer absolutamente todo, eso que los días tenían las mismas horas. Nuestros padres y abuelos aprendieron entonces a aprovechar al máximo las 24 horas del día para encargarse de la casa, disfrutar de las fiestas de los pueblos, criar a su amplia familia y ayudar en el campo.
Un ejemplo de ello tiene nombre y apellidos, Araceli Izquierdo, de 77 años y natural de la Vid de Ojeda. Araceli crió a nueve hijos, recogió y sembró patatas, lavó a mano la ropa, hacía la comida para toda la familia y todavía tenía tiempo para ir a misa y acudir a la sala de baile. «Antes parecía que los días te cundían más porque aprovechábamos todos los minutos y nunca teníamos un pequeño descanso», explica Araceli, quien todavía hoy sigue echando de menos la alegría que antes había en su casa, cuando sus hijos eran pequeños. «Ahora sólo me queda disfrutar de los hijos y de los nietos cuando vienen a mi casa», señala. Ella y su marido, Jesús Fuente, están tan orgullosos de su descendencia que las visitas no se marchan de su casa sin ver la foto familiar que tienen en el salón, y la verdad es que da envidia verla. Hay nada más y nada menos que 28 miembros.
Trabajadora y luchadora
Araceli siempre ha sido una mujer muy trabajadora y luchadora. Cuando tenía 17 años, falleció su padre, por lo que le tocó ayudar a su madre para criar a sus dos hermanos y para trabajar en el campo con la ayuda de un obrero durante todo el año. «Antes había que guardar tres años de luto, así que de los 17 a los 20 años no tuve casi juventud porque de casa iba al campo a trabajar y viceversa», apunta. Cuando tenía veinte años se casó y a partir de entonces su vida cambió.
En diez años, Araceli y su marido tuvieron familia numerosa. «La mayor de los nueve hermanos se lleva diez años con la pequeña y como se llevaban tan poco, era difícil que la ropa de la mayor le valiese al siguiente porque la edad era parecida», indica. Fueron unos años duros, pero también muy felices porque para Araceli no hay nada más bonito que la familia. «Daba gusto verles por casa y verles jugar, aunque lógicamente a veces era también muy complicado, sobre todo cuando eran pequeños, porque creo que en esos diez años no dormí casi nada», recuerda entre risas.
«Así eran las cosas y no podías retrasar las labores», dice Araceli cuando la pregunto cómo podía organizarse para asear a sus hijos, hacer la comida, tener ordenada la casa e ir a por patatas. Por entonces no había agua corriente en las casas, ni lavadoras, ni duchas ni pañales de esos de usar y tirar. «Íbamos al río a lavar la ropa y no importaba que fuese verano o invierno. Quizás por eso yo siempre he tenido dolor de uñas», asegura. La casa de Araceli fue una de las primeras del pueblo que tuvo lavadora, aunque, eso sí, el agua había que calentarlo a parte y echarlo después.
Cuando los mayores se iban al campo a sembrar y recoger patatas, los niños se quedaban en casa. El problema surgía cuando los padres volvían al hogar y se encontraban la vivienda de manera muy diferente a cómo la habían dejado. «Estaba todo desordenado porque jugaban con cualquier cosa, pero tenía que ser así porque a mí nadie pudo cuidarme a los niños», dice.
Todos los domingos, Araceli y su marido preparaban a los niños e iban todos juntos a la misa. «Les aseábamos y vestíamos para que fuesen bien guapos, así que no entiendo por qué hay gente que dice que no les da tiempo ir a misa porque tiene que cuidar a los niños».
Pasaron los años, y poco a poco los hijos marcharon fuera a estudiar y de nuevo su vida volvió a cambiar. «Siempre me daba mucha pena cuando se iba uno, pero sabía que todavía me quedaban más en casa, el problema vino cuando se marchó el más pequeño, que ya sabía que era el último», narra con nostalgia. «Sentía que me faltaba algo cuando se marchaban, pero ahora, con el paso de los años, me he ido acostumbrando al silencio del hogar», dice, aunque espera con ansia la llegada del verano o las fiestas destacadas para volver a ver su casa llena de gente.
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