Collazos de Boedo

Un último sorbo de agua en la fuente

Collazos de Boedo estima necesario aprovechar al máximo los recursos naturales de los que dispone el municipio

Texto y fotografía de José Luis de Román González

Collazos de Boedo es otro de los pueblos de la comarca hilvanado al cauce de este río que les ayuda con el nombre.
Otros de los pueblos a lomos de lomas y oteros, dibujando cuestas leves por donde las calles juegan a cruzarse a la vez que suben, a la vez que bajan.

Y arriba le hacen sitio a la iglesia y a su portada románica, junto a la que un grupo de mujeres charla y descansa.
Y abajo, cerca del centro social, al lado del parque, se quedan con varios vecinos a dejar que se vaya la tarde más allá del río, en busca de ondulados horizontes, como olas de mares.

Pero el agua está aquí. Al final del paseo hasta la fuente. Un agua exquisita. Una fuente generosa que no deja de llenar botellas y garrafas a cualquier hora del día.

Es en verdad uno de los recursos valiosos de la localidad. Buen agua y abundante. Casi veinte litros por segundo. Durante todo el año. Quizá por eso resulte interesante la idea que en el lugar se barrunta de un tiempo acá. La de que no sería descabellado un proyecto para envasar ese agua que mana sin cesar.

«Tenemos que aprovechar nuestros recursos naturales», afirma el alcalde de Collazos, Antonio Herrero García, quien deposita su total confianza en la comprobada alta calidad de este agua. «Hemos de aprovechar el agua, el viento, porque ninguna empresa va a venir aquí sin más. Entendemos que eso no es factible, porque hay sitios con polígonos mucho mejor comunicados», explica el regidor Antonio Herrero García. Internet para todos

El viento que sopla en este y otros pueblos de alrededor llamó de hecho en su día la atención de una empresa de aerogeneradores. Sin embargo, ese mismo viento parece haberse llevado el proyecto inicial a otra parte.

Y el viento ha debido de llevarse igualmente al parecer las solicitudes del ayuntamiento de Collazos para la instalación de una sala de internet, en un pueblo con un buen número de jóvenes en edad escolar. «Pienso que con la población juvenil que tenemos debieran de concedérnoslo», reclama el alcalde.

Lo que sí ha llegado recientemente ha sido un puente mayor sobre el río, junto a un mejor acceso para entrar en el pueblo mucho más cómodamente.

Las sombras desaparecen. Las mujeres aguantan todavía un poco más en el pórtico de la iglesia de Santa Lucía. La tarde, perezosa, toma un último sorbo de agua en la fuente.

Al corro de la patata

Collazos de Boedo lucha por mantenerse como referente en el culivo del tubérculo

Soraya de las Sías

Al corro de la patata comeremos ensalada, lo que comen los señores, naranjitas y limones... Podríamos seguir cantando, pero el hecho de incluir el corro de la patata como título para el reportaje no pretende tener vinculación alguna con este añorado juego infantil. El motivo es otro bien diferente, es la relevancia que el tubérculo tiene en esta zona del Boedo y concretamente en Collazos, donde además de varios labradores que siembran patatas hay un comprador o mayorista que está promocionando de alguna manera un producto autóctono que basa su calidad en el conocimiento exhaustivo del tubérculo y en un cultivo fiel a las labores y cuidados de generaciones anteriores.

Y es que hubo un tiempo en el que Collazos giraba alrededor de la patata, en el que todos los vecinos la cultivaban, en el que quien más quien menos participaba en la recolección, a finales de septiembre o principios de octubre, cuando no era tan raro encontrar varias cuadrillas de hombres sacando patatas con la horca, seguidos por jóvenes y mujeres que las atropaban a mano y las cargaban en cestos. Una estampa que ha cambiado con el paso de los años, pues el envejecimiento de la población, la marcha de los jóvenes y la escasa rentabilidad económica -consecuencia de asumir grandes inversiones para la nueva maquinaria pese al descenso acusado del precio del producto en el mercado- ha generado el abandono por parte de muchos agricultores.

A pesar de estos serios inconvenientes, Collazos lucha por mantenerse como un municipio referente en el cultivo de la patata en la comarca del Boedo y la Ojeda y por seguir ofreciendo imágenes como la de Benito y Amada recogiendo patatas en los cestos, o como la de Antonio, subido en la cosechadora, mostrando desde la cabina la técnica que se se sigue para ir separando y 'seleccionando' adecuadamente desde un principio las patatas.

«Los primeros que tenemos que estar unidos para defender el futuro de la agricultura y concretamente de la patata somo los propios cultivadores, pero las administraciones han de colaborar para mejorar la cadena productiva», señala el alcalde de Collazos, Antonio Herrero García, que además apunta que iniciativas como la fiesta de la patata, que se ha organizado en Herrera, puede ser un buen recurso para promocionar el tubérculo. «Puede ser una excelente medida, pero siempre y cuando se nos tenga en cuenta a los cultivadores del Boedo, no solo de la Ojeda, para lograr un mayor conocimiento de la patata de cara a la obtención de un sello de calidad y de una posible denominación de origen», agrega el regidor.

La clave parece estar en una férrea defensa del cultivo y en el apoyo a los que aún siguen pensando que la patata es rentable, porque es lo único que puede permanecer a los agricultores vinculados al pueblo, luchando porque la población no merme y porque se lleven a cabo mejoras, como la necesaria reforma de la carretera o la conexión a Internet para que los niños tengan una diversión más que el corro de la patata.

Fiel al pasado vivido

Josefina Castrillo colecciona en su domicilio de Collazos una vasta colección de objetos antiguos

Texto y fotografía de Soraya de las Sías.

Josefina Castrillo muestra algunos objetos de su colección. / S. S.

Lo rural está de moda. Lástima que el nombre, en la mayoría de las ocasiones, sólo se utilice para propaganda y patrocinio, para querer dotar de compromiso adquirido a esas políticas que dicen auspiciar un progreso para los pueblos que desvanecen ante el olvido de mentes que, estresadas por lo urbano, caen rendidas a algún encanto de lo cosmopolita.

A pesar de ello, no es difícil demostrar cómo el cartel de campestre y agrario sigue en boga. Desde hace años se cuelan en establecimientos de turismo hasta tal punto que están desembocando en una proliferación de casas de turismo rural con idénticas características y parecidos servicios que cansan y merman el atractivo del sector.

Las pegatinas con la definición de campero y labriego también se dejan querer. Estiran cada día el listado de aficionados que dan a conocer sus particulares colecciones de antiguos aperos de labranza, de utensilios domésticos, vestimentas o muebles, dando la sensación de que esta rama de iniciativas brota de debajo de las piedras. Entonces, surge de nuevo el temor a que la sonada abundancia acabe por minar su carácter positivo, su misión más que loable de proteger y salvaguardar la historia para aquellas generaciones que no tuvieron la oportunidad de conocerla ni de vivirla de cerca.

Por si acaso, los protagonistas más directos se defienden. Los promotores de museos y los coleccionistas esgrimen sus razones, argumentan que cada compilación es diferente y particular, y luchan por conseguir la permanencia en el reino de la fama rural almacenando lo más raro, lo menos escuchado y lo más difícil de explicar.

Durante décadas

Josefina Castrillo Sánchez no deja de ser un ejemplo. Es consciente de la existencia de museos etnográficos en otras zonas, pero asegura no poder dejar de lado una afición que le ha tenido ocupada durante décadas y que le ha llevado a reunir en Collazos de Boedo un vasto y extenso repertorio de enseres de costumbres y oficios del pasado. «Es curioso, pero me parezco a los niños y a los que apuestan. A los primeros, porque se me antoja todo y cualquier cosa me llama la atención. A los segundos, porque coleccionar es para mi una adición que cada día va a más», señala con ironía Josefina, que ha tenido que decir que no a algunas adquisiciones por falta de espacio.

En un local que en su día fue bar, dispone de una cantidad ingente de objetos almacenados. Enumerarlos aquí sería imposible, pero la ilusión, el mimo y el empeño con los que Josefina los ha atesorado hacen imprescindible un recorrido explicativo que comienza en la recreación de una escuela de antes, con sus pupitres de madera, con sus pizarrines, con el cabás y el tintero, «además del cuadro de Alfonso XIII, el catecismo o la vieja estufa de las antiguas escuelas, lo que hoy en día es el Ayuntamiento», especifica la vecina de Collazos, natural de Villasila de Valdavia.

El paseo continúa con el símil de un dormitorio con camas de forja, catres de madera de nogal, un despertador de cuerda, varios orinales de cerámica, lavabos de pie, sábanas bordadas, camisones de lino, benditeras y crucifijos sobre la mesita de noche. «Aquí al lado he colocado también máquinas de coser, un costurero con agujas que se utilizaban para acolchonar o huevos de madera para zurcir los calcetines rotos cuando no había dinero para comprarse otros», explica.

En la cocina caben ollas de barro, botos, pucheros, sartenes de patas, medias cántaras donde se medía el vino, romanas de onzas y libras, fiambreras de madera y varias piezas de una vajilla que decía adiós y que la austeridad del bolsillo pobre obligó a mantener viva con aquellas lañas que se fabricaban con los berbiquís. «Hay cafeteras, chocolateras o un curioso batidor de huevos que les encanta a mis nietos, a los mellizos Alejandro y Adrián. Para ellos es todo ajeno, y se entretienen. Para los mayores, en cambio, es tan familiar que cuando lo ven le echan las manos a la cabeza, lamentando haber tirado lo que ellos consideraban algo obsoleto y lo que algunos hemos recuperado como tesoros », señala orgullosa.

A un lado, quinqués, faroles, candiles, braseros, calderillos de cobre y azafranados. Al otro, recuerdos de las contienda civil y de la posguerra. «Hay un hueco incluso para la iglesia, con rosarios de pepitas de aceituna, bulas con las que se adquiría el derecho a comer carne en cuaresma o incluso vestimentas de sacerdotes: roquetes, casullas, estolas y cíngulos », enumera Josefina que reserva para el final su joya más preciada: un metate de origen azteca que se utilizaba para moler grano cuando no existían molinos.

Pagó por él algo más de mil duros en la década de los sesenta. Interesante inversión que hoy, cuarenta años después, le permite, como fiel seguidora de lo ausente y del pasado vivido, seguir siendo un reclamo en la abundancia que inunda la moda de lo rural.

La fuente y el cable de la luz

Un desafortunado cordón eléctrico discurre por el ábside de la iglesia de Collazos de Boedo

GONZALO ALCALDE CRESPO

Cuando llegué a Collazos de Boedo, salía un camión de Leche Pascual, lo que quiere decir que por allí todavía hay explotaciones ganaderas que venden sus materias primas a esta multinacional arandina de elaboración de productos lácteos. Y como la leche, el vino y el agua, tiempos hubo en que convivieron juntos, llegándose hasta mezclar bien, también les diré que para visitar Collazos antes tendrán que trasponer el puente que supera el cauce del río Boedo, pegado al cual se instalan todas estas villas que venimos visitando durante estos días.

Del término de Collazos también forma parte Oteros de Boedo, que dista poco más de diez kilómetros. El nombre de la villa conserva connotaciones medievales, pues hace referencia a un tipo de colonos repobladores (collazos) que iban unidos a la propiedad de la tierra y que estaban obligados a labrar para un señor, aunque tenían el derecho de reservarse una pequeña parcela para su propio sustento.

Como es lógico, de aquellos vasallajes por allí ya no queda nada. Y es que en Collazos de Boedo, quien más y quien menos es propietario de sus tierras, donde se sigue cultivando el afamado tubérculo que ha dado renombre a esta doble comarca palentina del Boedo-Ojeda. Es curioso ver cómo a la entrada del pueblo se puede disfrutar de dos acogedoras zonas ajardinadas, una pegando al Centro Cultural del Puente y la otra haciendo casi surcos con un huerto cercano, donde, solo separadas por una bien encauzada acequia, se crían unas imponentes berzas, que con su lozanía llaman más la atención que las propias plantas ornamentales que adornan el parque.

De ellas hablo con dos veteranos vecinos que están sentados en un banco del parque, los cuales no quieren salir en la foto porque dicen que ya son mayores, pero que me recomiendan que me acerque a visitar la iglesia parroquial del pueblo y la conocida como Fuente de la Salud. Esta fuente, que se localiza a la parte norte del casco urbano, según parece goza de buena fama por el contorno, pues su caudal no se agota nunca, ni en verano ni en invierno. A por su agua se acercan vecinos de los pueblos de alrededor, así como algunos de Herrera de Pisuerga, llegando a cargar hasta diez y doce garrafas de cinco litros de su agua para cubrir el consumo del mes.

Ir desde allí hasta la iglesia de Collazos es un paseo de lo más agradable. El templo está dedicado a Santa Lucia y, aunque es un edificio reedificado principalmente en estilo barroco, conserva de tiempos más antiguos una bella portada fechable en el siglo XIII, del románico tardío cisterciense, y un más bello ábside con tres ventanales, sobre cuyo baquetón ajedrezado discurre el cableado de la luz como un elemento decorativo más, incluida la caja que lo asume, lo que demuestra la escasa sensibilidad y la falta de respeto artístico que tienen 'los chispas' de las distribuidoras de energía eléctrica del medio rural. Otra vez habrá que exclamar: ¡toma románico, patrimonio de la Humanidad! ¡Señor, señor, no se puede con ellos...!